La agricultura campesina fue capaz de alimentar a la humanidad hasta mediados del siglo XX, esto gracias, entre otros factores, a la biodiversidad que residía en sus ecosistemas agrarios y que procuraba alimentos de manera sostenida, protección frente a plagas, sustentabilidad y en definitiva comida para cada región del planeta. Además, la agricultura campesina ha gestionado los bienes naturales, adecuando sus cultivos respecto a las posibilidades de cada territorio, a su cultura y a su forma de concebir la naturaleza.
A pesar de la enorme importancia de la agricultura campesina, se nos ha hecho creer que no son capaces de alimentar a la población y que se trata de una agricultura de subsistencia, esto en parte por el auge dado a la Revolución Verde en la década de los sesenta y que sigue hasta el día de hoy, donde el desarrollo de paquetes tecnológicos de semilla y agroquímicos, han convertido la agricultura y por lo tanto la alimentación en una mercancía, al servicio de grandes corporaciones que controlan la mayor parte de los alimentos que se producen.
En los países latinoamericanos y en El Salvador, la agricultura campesina o agricultura familiar producen la mayor parte de alimentos que consumimos, en nuestro país para el año 2019 según la Encuesta de Hogares y Propósitos Múltiples (EHPM) se contabilizaron 416,578 productores agropecuarios, de los cuales el 88% corresponden a pequeños agricultores que poseen 2 manzanas o menos para cultivar, principalmente granos básicos como maíz y frijol, que son una parte fundamental de nuestra dieta.
El aporte de la agricultura familiar o la agricultura campesina en la soberanía alimentaria reside precisamente en que está comprobado que estos sistemas son capaces de abastecer a sus comunidades de alimentos suficientes, además de preservar los recursos agrícolas para las generaciones venideras y fomentar modelos de justicia social.
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